2 palmadas al tanque y le pido que me lleve y traiga sin problemas, también le hablo, pero para no parecer que estoy loco, esto no lo quiero comentar.
El cielo diáfano, la moto cargada y la huella por delante. Dejo Bariloche atrás y tomo la RP23 rumbo a Pilcaniyeu, a poco de llegar al pueblo comienza el asfalto, un tramo corto que sirve para relajar. El tramo de ripio hasta ahí es bastante transitado, esto hace que el cruce o paso de los autos obligue a respirar mucho polvo.
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La estación de servicio del pueblo se reduce a un playón de cemento y un par de surtidores “a cielo abierto”, converso mientras con el dueño que estaba muy entretenido charlando con un amigo y haciendo algo de mecánica a una camioneta. Después de completar el tanque salgo del pueblo buscando el desvío al sur que me llevaría por la ex R40 original.
Con cierto cuidado, voy avanzando debido a mejoras en el camino, con renovación de alcantarillas, relleno del terraplén y alisado con motoniveladora. El ripio se presenta en su más variadas opciones, lo peor es cuando recién ha pasado la máquina y no existe huella, con lo que me obliga a transitar por una cama uniforme de piedras, haciendo que la moto intente llevar una trayectoria muchas veces incierta.
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Pese a esto llego sin problemas, no sin algunos sustos, al Paraje Reihuao. Antiguo boliche al pie del camino, donde antiguamente hacían un alto los carreros que pasaban por allí llevando provisiones y uniendo estos puntos, tan distantes para las velocidades en que se desplazaban en ese entonces, luego allí convergían los paisanos de la zona a llevarse “los vicios” y porque no, tomarse algo y conversar con otros parroquianos.
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Luego de tomar un poco de agua e intercambiar palabras con el puestero, continúo hacia el Paraje La Bayas. El camino asciende por la “subida Reihuao” y en esta época del año, donde la primavera hereda la humedad del invierno, el paisaje no luce tan árido, las matas de neneo florecen inundando por momentos el aire con su olor fuerte y amargo, vegetal apreciado por las ovejas y corderos que al comerlo hace que su carne se vuelva casi incomible, debido al sabor que le impregna.
Las Bayas es un caserío a orillas del camino, un pequeño puesto policial parece ser lo más importante del lugar, luego se desparraman unas casas humildes, de alguna manera alineadas con la traza, sobre la otra mano se extiende un campo plano y relativamente verde debido a los mallines.
Al poco andar cruzo el rio homónimo y comienzo a subir el escorial de Chenqueniyen. El camino asciende con ganas, dejando atrás y lejos el pueblito.
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Luego de transitar bastante por esa enorme meseta volcánica comienzo a descender al amplio valle del rio Chenqueniyen, lugar de pastoreo de la estancia que lleva el mismo nombre.
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Me detengo varias veces, saco alguna foto, tomo un poco de agua, me saco abrigo, el calor del mediodía se hace sentir. En cuanto llegue a algún lugar que me guste un poco más voy a parar a comer algo. El camino se retuerce subiendo, bajando y coleteando por entre las lomas cubiertas de coirones. Hasta que en un pequeña recta coincidimos con otro motero, al momento de cruzarnos, sorprendidos, ambos miramos hacia atrás para ver si el otro se detenía, el frenó y desandando el camino se puso a mi lado. Parar las motos, sacarse casco, guantes y presentarnos, hasta ahí un trámite normal, la sorpresa fue descubrir que el flaco era australiano, había comprado la moto de 200 cc en Guatemala y de allí había venido bajando hasta esta zona. Como también le gustaba ese tipo de paisajes con poca gente se las había arreglado para acceder hasta estos lugares, orientado por quien lo hospedaba en la ciudad.
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Como yo venía con intenciones de detenerme a comer algo, fue la excusa perfecta para compartir un rato de charla y unos sándwiches. Luego de un rato, recargo su tanque con nafta de un bidón que llevaba en la mochila y cada quien siguió su camino.
Encontrarme con una capilla en medio de la nada me llamó la atención, bueno… dicen que Dios atiende en todas partes así que no debería ser raro encontrar sucursales en todos lados.
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Esto es el Paraje Chacay Huarruca, desviando de la ruta, el camino conduce hasta una escuela e inmediatamente, siguiendo en mi trayectoria, posterior a la pequeña iglesia pase por un puesto desde el que un nene de unos 4 o 5 años me saludo con su mano respondiendo al mío, un entretenimiento fugaz para sus ojitos habituados a la monotonía del lugar.
Muy entretenido y en condiciones bastante buenas, la ruta me conduce con vista a un enorme y magnífico valle que se despliega a mi derecha, al fondo se encuadra la cordillera marcando un límite natural.
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A una veintena de kilómetros llego a Ñorquinco. El pueblo luce casi desierto, quizás sea la hora. Tenía intenciones de cargar nafta ya que en cada pueblo uno debe recargar a riesgo de que en el próximo no haya nada.
Veo venir una moto en contra, conducida por una chica con otra mujer atrás. Le pregunto por un surtidor y me indican donde había, pero inmediatamente me arroja el comentario de que el muchacho que atiende no estaba allí.
- ¡¿Cómo que no hay nadie?! - Le digo, - ¿y ahora…?
- Es que está festejando su cumpleaños. ¿Conoce el comité?
- ¡No!, no conozco nada por acá.
Piensa un poquito y me dice:
- Sígame que lo llevamos.
Así llegamos al “comité” de la UCR, se ve que habían aprovechado el lugar para el festejo.
Lo hacen llamar y enseguida sale un tipo bastante joven, le explico la situación y me dice que vaya al surtidor, que se hace llevar y va para allá. Fui despacio y llegamos casi al mismo tiempo. Antes que nada le deseé ¡feliz cumpleaños! Y que me disculpara por interrumpir su momento.
- ¡Si hubieras llegado antes te invitaba a comer! - Me dice, y conociendo a esta gente, seguro hubiera sido así.
Abrió la “estación de servicio”, dio electricidad a los surtidores y llenamos el tanque. Cortó la luz, cerró, a pedido mío me indicó por donde ir y deseándome suerte se fue con quien lo había llevado.
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Tome el caminito de la izquierda, “el que lleva a la estación vieja”, la del ferrocarril de la trocha angosta y me dirigí hacia Cushamen. Tenía en mente que el camino compartía el mismo vallecito por el que fluye el Rio Ñorquinco. Mientras el pequeño río se mantuviera a mi izquierda, después de unos 45 km encontraría mi próximo destino sin problemas. En algún momento cambiaría de provincia, de Rio Negro a Chubut.
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Antes de llegar al pueblo, el rio produce algunos humedales donde se asientan pobladores al borde de algunas pasturas naturales, que generan un gran contraste y ventajas contra la aridez de la estepa patagónica.
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Entré al pueblo por una calle principal a modo de avenida, ancha, enripiada, desolada y casi sin árboles. Me detuve en el centro, ante un cartel que indica el desvío a El Maitén. Al mirar en derredor, un hombre me saludo desde su casa, levantando su brazo por encima de un cerco de retamas. Me cruzo, paro la moto y entro caminando por la entrada de autos, inmediatamente al trasponer la entrada, a la izquierda, bajo la sombra de un árbol que sabía a gloria en el calor de la tarde, se encontraba el dueño de casa, su esposa, un par de hijos y la que deduzco la novia de uno de ellos. Inmediatamente se presenta y me ofrecen una silla y algo para tomar.
- ¿Una gaseosa?, ¿Una cervecita?
Preferí aceptar agua bien fresca.
Creo que el “marciano recién aterrizado” le dio un toque de entretenimiento a la tarde, la generosidad y la “casa de puertas abiertas” que caracteriza a la gente de los pueblos pequeños, hizo que rápidamente entabláramos una charla que me permitió esclarecer un poco algunas dudas que tenía de cómo llegar a “El Saltillo”, había recorrido en imágenes satelitales el camino, pero debía retener en mi memoria algunos desvíos que tenía la huella, por suerte con algunos comentarios de esta familia y luego de despedirme decidí seguir para llegar temprano. Aún faltaban unos 25 km de huella desconocida.
mmm...tengo una duda...
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A poco de cruzar el puente sobre el Rio Ñorquinco tomo el desvío a la izquierda y comienzo a internarme por un camino de una sola mano, el paisaje circundante bastante árido y propio de la estepa patagónica. Algunas bifurcaciones, unos ñandúes que cruzan el camino espantados por el ruido de la moto, un puesto arbolado y circundado por corrales al cual después de un breve rodeo y una subida empinada dejo atrás, algunos tramos de arena, terreno donde no me siento muy seguro al transitarlo y comienzo una bajada hasta llegar a lo de un poblador.
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Una pampita ubicada en un vallecito verde, con abundantes mimbres y álamos. Veo al hombre caminar por el patio y doy por hecho que él ya me habría escuchado con anticipación en la quietud del lugar, antes de verme aparecer.
Extiende su mano huesuda en respuesta a mi saludo, la cual debo estrechar sin apretar demasiado. Es que es costumbre de los pobladores de estos lugares extender la mano y casi dejarla flácida para que uno la estreche pero no al modo en que solemos hacerlo habitualmente, “a lo macho” como se diría coloquialmente.
Le pregunto si voy bien para El Saltillo y me dice que sí, que ya estoy cerca. Tan solo debo pasar un par de tranqueras de alambre que separan los predios de las cuatro casas del resto de la familia, separadas por unos cientos de metros entre si y al poco andar tengo que llegar.
Se acodó sobre el alambre y con un pie descansado en el alambre se preparó como para aprovechar a pasar la tarde conversando. Aunque no soy muy bueno para esto, estimé su edad en unos 60 años, pero quizás lo sacrificado de la vida en esas condiciones lo hiciera aparentar más. Nació y vivió allí toda su vida, exceptuando algún tiempo que fue a trabajar más al sur. Aún conserva a su mamá que ya está muy viejita y vive allí también, en cambio su padre murió en el invierno y señalándome en una dirección me dijo: - ¡A mi viejo lo tengo por ahí cerca! – indicándome que lo habían enterrado por ahí nomás. En el invierno el camino es muy difícil, mucho barro, motivo por el cual era imposible llevarlo al cementerio del pueblo.
Algo que me había llamado la atención justamente, era que por momentos la huella tenía vestigios de los huellones que dejan los vehículos en el barro, obviamente ahora secos pero con la impronta clara.
Finalmente, ¡El Saltillo estaba ante mi!
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El Saltillo es una caída de agua del Rio Chico de unos 20 m de altura en el fondo de un cañadón de unos 70 m de profundidad.
¿Ves la moto?
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Acá está…
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Toda la zona parece haber sido parte de una caldera volcánica, las columnas de basalto generan una imagen con una geometría muy característica. En el fondo del cañón hay rocas de magma.
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En otros lugares las paredes de pizarra se retuercen sobre si mismas poniendo en evidencia las enormes presiones y temperaturas que les dieron origen.
Tan retorcidas como la vegetación circundante.
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Las mejores vistas se aprecian desde lo alto, dejo la moto en una especie de rotonda donde los vehículos pueden transitar y dar la vuelta al filo del acantilado. Luego encuentro una huellita y bajo caminando hasta el rio a tomar unos mates y disfrutar del silencio y el entorno.
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Desde una muy ancha piedra, el rio se desploma en forma de cascada generando un pequeño embalse o laguna, para luego encajonarse y volver a caer en sucesivos saltos.
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A pesar de ser un lugar ideal para acampar, decido hacerlo al lado de la moto en lo alto del acantilado, acarrear todas las cosas hasta alla abajo me daba mucha pereza.
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Lentamente el sol comenzó a caer y la vegetación amarillenta de la estepa comenzó a bañarse de una luz calida. La temperatura continuó agradable. Disfrute de mi cena y luego con un café me senté muy cerca del borde del acantilado a contemplar, mientras hacia el este el oscuro de la noche ganaba el cielo, hacia el oeste la claridad no resignaba lugar a las estrellas que poco a poco terminaron por conquistar la noche.
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Me desperté varias veces durante la noche producto del viento que amenazaba acabar con el buen tiempo, espié y vi como algunos nubarrones avanzaban en mi dirección. Mas tarde, algún animal interrumpió mi sueño y en el silencio de la noche quise volver a mirar, abri el cierre de la carpa y un aire fresco se coló al interior. Para mi sorpresa el cielo explotaba de estrellas apenas atenuadas por una luna creciente de reducidas proporciones aún. Ni una nube. Buen augurio.
Cuando desperté, muy temprano, el sol brillaba y la temperatura era agradable. Calenté agua y baje los 200 metros por la picada hasta la soleada orilla del rio. ¡Que placer!
Luego de recorrer un poco rio arriba volvi a mi campamento y lo desarmé, acomodando todo sobre la moto. Ya el viento comenzaba a ganar intensidad.
Desande el camino hasta Cushamen y me detuve a comprar algo para tomar. A partir de ahí debí tomar del desvío a El Maiten que gran parte corre por el valle del cauce del arroyo Cushamen.
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El viento en contra, por momentos de costado, atentaba con sacarme de la huella y mandarme al ripio de los bordes. Asi llegué a las inmediaciones de El Maiten. Unas nubes amenazantes se levantaban del horizonte. El clima comenzaba a cambiar.
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A poco de llegar me detuve bajo el puente del Rio Chubut a comer algo. El rio corre ahí flanqueado de enormes mimbres que le confieren un marco hermoso.
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Llegar al pueblo, completar el tanque y salir a la R40 por La Cuesta del Ternero, que serían los últimos 45 km de ripio.
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El camino me conduce por zonas de chacras, bosques, mucho verde, gran contraste respecto a todo el camino recorrido hasta el momento.
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¡El peor de los ripios! La máquina recién pasada y toda huella desdibujada, el ancho del camino era una cama uniforme y blanda, de arena removida y ripio. ¿¡Por qué me tiene que tocar esto!?
A veces de pie en la moto durante largos trayectos, concentrado, la mirada clavada en el terreno y el motor “alegre” eran la defensa contra la situación. Cuando alcancé el asfalto fue un alivio.
El conocido camino a casa se veía adornado en sus banquinas por los lupinos, las banquinas eran enormes canteros de flores como si el mejor jardinero las estuviera cuidando.
Con un manejo relajado y disfrutando el paisaje llegué sin percances un vez más. ¿Que más podía pedir?, solo quedaba agradecer.
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Paré el motor, una par de palmadas en el tanque y ¡Gracias!.
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