por Segundo el Mié Nov 05, 2014 10:47 am desde Laboulaye, Cordoba, Argentina
El detalle que faltaba
Hacia el 18 de octubre terminó mi viaje. Mi alma, sin embargo, tardó exactamente siete días más en llegar.
La sensación esa semana fue en extremo extraña, un sentimiento ambivalente entre estar y no estar. Exteriormente parecía una simple depresión post-viaje, algo que se pasa con el tiempo; me dediqué a observar el fenómeno con interés porque intuí que también era parte de todo lo que había pasado.
Algo me decía que cada vez que volviese iba a experimentar un estado similar.
Durante esos días me encontré con un viejo amigo que ha pasado la mitad de su vida viajando. Apenas me vio reconoció los síntomas.
-Se cómo te sentís, me dijo. Es como si no tuvieras donde enchufarte.
La imagen de un aparato eléctrico que no encuentra enchufe me pareció graciosa, y muy acertada.
-¿Cuánto me va a durar?- pregunté.
-Hasta que empieces el próximo viaje, me respondió, mitad en broma, mitad en serio.
Tenía que mantener la calma. La observación del estado puede enseñarme cosas, pensé. Si se trata, como sospecho, de un momento inevitable -que forma parte de cada viaje- me gustaría aprender de él para estar más preparado el próximo aterrizaje
(la metáfora no es casual, la mayoría de los accidentes de aviación ocurren durante el decolaje o el aterrizaje, los momentos críticos).
Era más que obvio que el temido efecto “cartel” no era el último de los adversarios de un viajero. La última dificultad se podría llamar “viaje ahora y pague después”. Apenas esbozada en algunos relatos creo que tiene una importancia capital, más que nada porque nunca entra en las estimaciones previas. Tendríamos, así, tres fases bien definidas en cualquier viaje largo. Los preparativos, el viaje en sí, y la llegada. La ultima era, quizás, la más desagradable.
Pasaban los días y yo seguía tomando datos, como un aprendiz. La vida parecía relatada como desde adentro de una pecera. Una angustia indefinible, como un vacío molesto, ocupaba todo el espacio de la existencia. Todo estaba demasiado quieto y la falta de ese estado que se ocupa de tomar decisiones fundamentales en cada jornada (donde dormir, que comer, cual camino tomar) me producía un síndrome de abstinencia molesto.
Cada noche soñaba que mi viaje continuaba. Toda la semana, sin fallar una vez, viví nuevamente los avatares del camino cada vez que me quedaba dormido. Era como si al soñador no le hubiesen avisado del final de la función o simplemente hubiese tomado un camino más largo.
Una mañana tocaron la puerta. Eran dos testigos de Jehová; me vieron la cara y me entregaron un folleto sobre la depresión. La señora que ocupaba el marco de la puerta (a la otra la veía detrás, como si vigilase la retaguardia) sonreía sin parar y en una voz completamente desfasada del tema recomendaba el folleto:
-Léalo, es muuuy lindo.
Dijo “muy lindo” como si me estuviera invitando a subir a una calesita y yo tuviese tres o cuatro años. Mi energía solo alcanzaba para tomar el folleto, agradecer automáticamente, y cerrar la puerta. Un chiste, lástima que mi sentido de humor no estuviese presente, se había echado al bosque, como la utopía, sin dejar rastro alguno.
La gente que vi esos días me agradó mucho pero no pude dejar de sentir un acolchonamieto entre sus almas y la mía. Pero no era solo la gente, había una materia, esponjosa, flotando entre cada objeto del mundo y mi manera de percibirlo. No pude disfrutar prácticamente de nada a pesar que cada día, al levantarme, me decía “este día es otro regalo de dios ¿que vas a hacer con el?” Sonaba como un discurso motivacional de Caruso Lombardi.
Deje de escribir y leer, me volví un material flotante, a la deriva, de un río lento y sin sentido. Era un observador de mí mismo, con un ojo bastante cínico, esperando como un esquimal frente a su hoyo circular en el hielo.
Al cabo, en la octava noche, tuve un sueño diferente, ordinario, banal y confuso, como son la mayoría de las cosas que sueño. Ese día me sentí mejor, más completo, y hasta con el comienzo de algo muy parecido a la alegría.
Medio distraído retomé al libro de Ted Simons y, casi terminándolo, empecé a creer que se podía mejorar la experiencia. El viaje del tipo, durante cuatro años, tenía baches incomprensibles. Después de un comienzo prometedor en África cae preso apenas llega a Brasil y durante unos diez o doce días lo tienen en una oficina, por un asunto legal.
Todo su trayecto, después que lo liberan, cubriendo Brasil, Argentina, Chile y Bolivia apenas le merecen un par de páginas. Perú, Ecuador y Colombia también pasan raudamente. Es como si no le hubiese sucedido nada en esos meses, algo completamente inverosímil a menos que hubiese viajado dormido o no hubiese guardado memoria alguna. Supongo que si le pasaron cosas pero que al escribir el libro quedaron fuera de la seleccion de momentos memorables. Una pena, me hubiese gustado conocerlos.
Empecé a pensar, a caballo de mi nueva ola de energía, un viaje alrededor del mundo era algo bastante posible. Esta idea, lanzada casi como un chiste en la última línea del diario de viaje, parece, al fin de cuentas, un asunto completamente natural, casi obvio, después del libro de Ted.
Solo hay algunas dificultades extras.
Tiene una complejidad mucho mayor que el viaje que acabo de realizar, demasiados países con diferentes sistemas legales, zonas calientes con guerras, o epidemias, dos o tres viajes marítimos, idiomas incomprensibles, un rango de financiamiento mucho más grande, problemas logísticos, la duda razonable acerca de si la moto, y mi conocimiento de ella, serian adecuados, y otros tantos asuntos similares, algunos previsibles y otros difíciles de anticipar, que hacen del proyecto una apuesta arriesgada.
¿Cuántos viajeros están dando la vuelta al mundo en un determinado momento? me pregunté, para tener una idea de la dimensión de la tarea.
Tal vez no fuesen muchos, pero si los suficientes para probar que la posibilidad existe, y que no es descabellada.
No tengo muy claro si voy a conseguir financiarlo, ni siquiera si, llegado el momento, mi mente va a estar lista para un salto tan grande. Calculo que requiere no menos de un par de años de preparativos, y eso, me parece, es demasiado tiempo sin viajar. Debo considerar el hecho de que tal vez no alcance a juntar el dinero necesario. Debería aprender inglés, y mecánica.
Muchas variables, demasiadas...
Por eso ideé un plan B.
(sonido de redoblantes)
Hacer un viaje, en abril/mayo del año que viene (fecha exploratoria), rumbo a Mejico, vía Brasil y dar una vuelta a la isla de Cuba. Unos 3/6 meses de duración, y en modalidad free-caravana (algo como lo que hacíamos con mi compañero Javier: acampabamos juntos pero el trayecto era muy flexible, muy libre)
Lo que me gusta de este plan B es que es totalmente posible.
Abriré un post nuevo, para considerar el itinerario y ver si alguno se quiere sumar a la aventura.
Un abrazo gigante.