CAPÍTULO XV
En el circuito de Nürburgring, en la madrugada del 22 de Agosto.
¿POR QUE NO IBA A LLORAR?
por LUIS DI PALMA ¡Sí...! Llegué llorando a los boxes y... ¡qué hay? ¿Qué tiene? ¿Quién puede saber, sino el que lo pasó, lo que significa perder un auto así, a esa altura de la carrera? No fue lo mismo que otras veces. No fue igual a nada que yo haya experimentado antes.
Todos saben que yo, alguna vez, me he ido afuera. Creo que jamás podré olvidar lo que fue mi primer vuelco... la sensación de haber perdido el control... los tumbos del auto... sentir esa extraña fuerza que parecía quererme arrancar del asiento... los ruidos del metal que se dobla... de los vidrios que se astillan y luego... el silencio. El silencio repentino, que parece total, como si el mundo se hubiera detenido en ese mismo instante. Sí, ese es un recuerdo que a ninguno de nosotros le gusta tener como compañero de almohada.
Pero esto... ¡esto fue distinto! Peor. Mil veces peor. Y no por el golpe, que no llegó nunca, ni por los destrozaos, que no existieron. Para comprenderme hay que conocer toda una historia y recién entonces sabrán porqué un hombre puede llorar, aunque no le haya pasado nada.
Traten de ponerse en situación. Piensen en todo lo que se había conseguido ya, en cuántas personas habían comprometido muchas cosas (y cosas muy importantes) para que existiera la Misión Argentina. Para que un grupo de pilotos estuviéramos girando, haciendo entrenamiento, en el circuito de Nürburgring.
Piensen, ahora, en los primeros resultados. En el largo y cansador trabajo de los mecánicos, que deben pasarse horas y horas al lado de los autos, corrigiendo una cosa, mejorando la otra o remendando lo que los pilotos rompimos...
¡Yo lo sé bien, porque lo he hecho! Piensen que un accidente hizo que se descartara un auto, que quedó tirado en un rincón, como inservible. Y que otro “fuera de pista”, de peores consecuencias que el primero, redujo el equipo a sólo dos Torinos.
Entonces sucedió lo que creo que sólo los argentinos somos capaces de hacer: Fangio, Berta y Lobbosco cambiaron ideas, conversaron con Macagno y con Zurita, y decidieron que aquel auto, el que había quedado tirado en un rincón, como inservible, correría las 84 Horas de Nürburgring... ¡De los dos, hicieron uno...! Lo llamamos... “la Banana”.
A todo esto, sabíamos que una de las cosas contra la que más deberíamos pelear era contra el peso de los autos. Mayor peso significa mayor desgaste de frenos y neumáticos. Entonces yo pensé en la posibilidad de encontrarle un ritmo al circuito, utilizar los frenos lo menos posible, y poca caja para cuidar el embrague, y también lograr que el motor no trabajara muy “arriba” en vueltas. Lo busqué, practiqué, me equivoqué algunas veces, acerté otras, hasta que di en la tecla. Traté, en esa forma, de encontrar “el tiempo” como para girar en carrera y cuando supuse que lo había logrado, pedí que me controlaran. Andaba bien. Conversé el tema con los otros muchachos, y llegué a la conclusión de que todos habían pensado más o menos lo mismo. Les conté como lo hacía yo, cómo me había salido, cómo usaba el freno solamente dos veces a lo largo de una vuelta y la segunda velocidad sólo una vez... ¿Se dan cuenta que lo que nosotros queríamos era cuidar los autos...?
Ahora piensen, un poquito, en lo que significó, para el grupo de mecánicos, el fabricar “la banana”. Si nosotros casi no lo podíamos creer... ¡la cara de los alemanes era impagable!
Así fue que largamos la carrera, después de todos estos inconvenientes, con tres autos. La verdad es que “la Banana” era poco menos que “la sensación”. Para Galbato, para Cacho Fangio y para mí, que integramos el equipo, antes que Galbato ... (¡qué tipo sensacional!...) cediera su puesto a Gastón, “la Banana” también era una sensación... ¡pero distinta!
Resulta que el auto había quedado bastante derecho, pero... algo tenía que lo hacía más raro que cualquier otro que yo haya manejado en mi vida. En la recta era difícil de llevar... ¡pero doblaba fenómeno! Luego que Berta hizo unas correcciones finales, quedamos bastante contentos. Además... podíamos correr, y eso... ¿les parece poco? Pero sigan pensando en todo lo que significó el poder poner ese auto en la pista.
Largó Carmelo. Todo anduvo bien. Cuando lo reemplacé... ¡qué se yo...! me equivoqué... me trabuqué con el asunto de pasar justo a las cuatro de la madrugada por el control, y resulta que quedé como a siete minutos. Sin variar mucho el ritmo comencé a pasar autos y autos y autos, y fuimos arrimando en la clasificación. Al día siguiente, sobre el medio día, cuando llovían sapos y culebras... ¡se fue afuera Cupeiro! Allí quedo el auto, intacto, sin un rasguño. Sólo quedaban dos autos. Y uno de ellos, “la Banana”.
Jorge cree que sabe disimular, pero... ¡la bronca le quemaba por dentro...! Sin embargo, yo quisiera decirles que cualquiera de nosotros pudo haberse ido afuera durante esa tormenta. Tan es así, que vimos un montón de autos que quedaron sembrando el circuito. Y sin contar los que no pudimos ver porque se habían ido abajo!
En fin... ¡que nos quedamos con dos autos! Se integró entonces Gastón Perkins al equipo de “la Banana” y seguimos tirando y tirando, sin pasarnos de rosca, porque Fangio y Berta nos guiaban continuamente, hasta que llegamos a escoltar al Torino Nº 3. Pero esto, que se cuenta así de fácil, no fue sencillo de hacer.
Por eso les pedía a ustedes que piensen en cada esfuerzo, en cada sacrificio, en lo que significó el llegar con dos autos a las posiciones que ocupábamos en ese momento de la carrera. Y en todo lo que hubo que poner, de valores humanos, para que “la Banana” pudiera largar la carrera.
Y entonces, cuando todo estaba casi hecho, cuando nos pareció que tocábamos el cielo con las manos... entonces... ¡entonces me toca a mí el problema de las luces!
De golpe me quedé ciego. Lo peleé. Traté de adivinar la curva. Doblé, pero me había pasado del radio. Hice todo lo que pude, pero me fui afuera. Y no pude regresar al circuito.
Y entonces... ¡Sí! Llegué llorando a los boxes... ¿Entienden ahora porqué un hombre puede llorar, aunque no le haya pasado nada?